Extraño las bibliotecas.
Extraño pasear por sus pasillos,
encontrar un libro buscando otro,
sentarme en el piso,
hojear solo el índice,
leer frases sueltas,
sonreír con los subrayados ajenos.
La primera biblioteca que me acogió
está en un deportivo.
Alrededor de los estantes bien ordenados,
se amontonan en el suelo
pilas de libros en hebreo y en idish,
empolvados.
Libros que ya nadie lee,
sobre todo porque el idish
es una lengua en vías de extinción.
En el temblor del 2017
estaba en la biblioteca de la universidad
viendo el índice de un libro de Freud,
cuando empezaron a moverse los estantes.
Creí que todos esos volúmenes verdes
se me vendrían encima,
pero ahí se quedaron, fijos, en su lugar.
Supongo que ahí siguen todavía,
solitos,
en las bibliotecas cerradas,
sin que nadie los tome, ni los lea.
Ahora solo compramos libros en Amazon,
que no huelen a viejo
y leemos pdfs
chuecos y borrosos.